Hace muchos años hubo una mañana muy peculiar, a primera vista era como cualquier otra, el sol salió e iluminó al medio día toda la ciudad. Dentro de sus rutinas la gente atareada con sus quehaceres no prestó singular atención al cielo, excepto Morris.
Un joven a toda prisa caminaba por las calles intentando llegar a tiempo a invernadero donde trabajaba, de repente al pasar por una heladería una abeja lo siguió durante un rato, él, cansado de la molestia de que lo rondara y el miedo de que enterrara su aguijón en alguna de sus extremidades volteó la vista hacia arriba y sacudió la mano intentando espantarla pero olvidándose del insecto notó como el movimiento de su brazo hacía moverse a las nubes, pensó de pronto “es una coincidencia, el viento ha estado fuerte”, pero aun así volvió a intentarlo, su mano se meció de derecha a izquierda e igual las nubes, se quedó atónito. Caminó a prisa a un lugar menos concurrido, encontró una banca en un parquecillo y comenzó a hacer figuras con las nubes tan sólo moviendo su dedo. Dibujó desde un conejo hasta un complejo paisaje. Descubrió dos horas después como ponerle un poco de colorido a las nubes, si humedecía su dedo con saliva conseguía tonos rojizos, si lo hacía con lágrimas el color se tornaba azulado, pero si lo hacía con sudor conseguía amarillos. Todos los colores que les ponía a las nubes eran muy tenues pero por primera vez en su vida no las veía blancas. Así pues, dedicó toda la tarde al arte “nubezco”, su arte, sólo suyo. Hizo con el cielo lo que quiso hasta que comenzó a oscurecer, las nubes desaparecían por el viento o las escondía la oscuridad. Se entristeció un poco pensando que probablemente nunca más volvería a suceder algo tan asombroso como eso, estaba seguro que no era un sueño, tuvo bastantes horas para probárselo a sí mismo, a pesar de ello se retiró a casa feliz pensando en la grandiosidad de esa fantástica coincidencia, en cómo a y quién podría contarle y si alguien había visto sus obras.
La mañana siguiente se levantó con esperanza de que fuera como ayer, pero no sucedió. Se disculpó por no haber llegado el día anterior al trabajo y se dedicó a cuidar a sus queridas platas como de costumbre. A la hora de la comida ocupó su tiempo en ir por una libreta de hojas blancas y carboncillo para proseguir con lo había comenzado ayer con las nubes, desde entonces sus ratos libres los dedicaba a eso, recordando a diario lo que un día el cielo y su imaginación le permitieron hacer.
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